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Julio Villanueva Chang: El hacedor de paradojas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La revista de periodismo narrativo más importante de habla hispana nació en Perú hace doce años. Es una publicación de culto con fieles lectores en todo el mundo. En un tiempo dominado por la inmediatez y el olvido, Etiqueta Negra asume el oficio como una búsqueda persistente de memoria. Hoy, que ha llegado a la edición número 121 y goza de muy buena salud, presentamos la historia de su editor y fundador. 

 

Originada por el hacedor de vértigos,

Inscrita en los muros de la casa negra,

Una palabra mola inmola

A la de ojos feroces.

En amoroso silencio ella entona

La canción para el yacente.

 

Una palabra, Alejandra Pizarnik.

 

 

Cuando timbró el teléfono, Julio Villanueva Chang estaba leyendo en casa. Era mediados del 2001 y al otro lado del auricular una voz envolvente le hizo una insospechada oferta: asumir la conducción de un proyecto de revista. Se trataba de Huberth Jara, dueño, junto con su hermano Gerson, de Pool Producciones, una empresa que operaba como agencia de publicidad e imprenta.

 

Días antes Huberth Jara recordó que su único contacto con el mundo del periodismo era Carlos Novoa, un ex compañero del Colegio Guadalupe que trabajaba en El Comercio. Decidió buscarlo. Durante la conversación Novoa declinó asumir el proyecto, pero recomendó llamar a un colega que había renunciado al diario y al periodismo tradicional. Ese compañero era Julio Villanueva Chang.

 

No era la primera vez que Villanueva Chang recibía propuestas semejantes. La voz de Huberth Jara venía de muy cerca. Los dos estaban en Miraflores, en distintas avenidas, y los separaban exactamente tres cuadras. Huberth, en Petit Thouars y él, en Arequipa. El primero propuso reunirse en unos minutos en la Calle de las Pizzas. “Acepté quizás por la confianza que me inspiró en ese momento la voz de Huberth; por Novoa, compañero que se sentaba en un cubículo cercano al mío en El Comercio y a quien apreciaba; o por la cercanía que existía entre mi casa, la oficina de los Jara y la calle de las Pizzas, en fin…”.

 

                                                                               ***

 

Bogotá no sólo aloja a la Feria del Libro más importante de la región (Filbo), también es la ciudad donde en 1996 apareció El Malpensante, publicación que se convirtió en el primer referente del periodismo cultural de Colombia. Cuatro años después, la ciudad de lo real maravilloso vio nacer a Gatopardo, otra revista que apostó por el periodismo narrativo desde el primer número. Era indiscutible que esta nueva generación tenía como referente a The New Yorker. Según el autor de La banda que escribía torcido, Marc Weingarten, esta “era perfecta, tenía todo aquello que podía desearse de una revista… Representaba la cumbre del periodismo creativo, el modelo para escribir crónicas de calidad”. Mario Jursich, director de El Malpensante, sostiene en un artículo sobre la crónica latinoamericana que el periodismo narrativo es un género de revistas. Publicar una es un acto de fe, un juramento de lealtad ante la capacidad de asombrarse.

 

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Huberth, Gerson y Julio Villanueva Chang se sentaron alrededor de la mesa y ordenaron. Allí los hermanos Jara le hablaron de su proyecto editorial. Querían hacer una revista y para ello contaban con una imprenta. Soñaban con una publicación cuya primera entrega se obsequiase y llegue a cinco mil potenciales consumidores en Lima. “Me habían propuesto algo que no era Etiqueta Negra”, recuerda Villanueva Chang. Se arriesgaron, armaron un prototipo y lo llamaron Leader. La habían imaginado como una revista dirigida a diplomáticos y ejecutivos, para así llegar al público objetivo que demandaban sus anunciantes. El proyecto fracasó. Ahora estaban tras los pasos de un editor.

 

Villanueva Chang siempre tuvo claro lo que buscaba. Después de escuchar la propuesta de los hermanos Jara, lanzó su contraoferta: una revista hecha en el Perú que se equipare a los mayores exponentes del género periodístico anglosajón: The New Yorker, Esquire o Harper’s. Tenía en mente una revista de no-ficción; que publique crónicas, retratos, biografías, memorias o cartas. No-ficción en el sentido que le atribuía la escuela norteamericana y su naciente réplica en Latinoamérica: textos de larga duración que requieran intensos trabajos de campo y sean narrados con las técnicas de la literatura. Huberth y Gerson estaban de acuerdo, sólo añadieron su interés por el mercado publicitario no atendido. Pactaron. Ese acuerdo fue la idea germinal de Etiqueta Negra.         

 

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Nilo Espinoza Haro formaba parte del staff de editores de La República. Una tarde, a fines de 1990, el comité editorial convocó a una reunión de emergencia. Gustavo Mohme Llona no concebía la cantidad de errores que habían detectado en la última edición. “Esto es una desgracia de periódico”, dijo, dirigiendo su mirada a las páginas del diario. Resolvieron mostrar a los reporteros los desmedidos errores que cometían y optaron por una medida drástica: buscar un corrector que revise el periódico, detecte las erratas y las publique en un mural de la redacción. Mohme Llona ordenó: “contraten a alguien de afuera para que se ocupe de este trabajo; debe ser nuevo, si pertenece a la redacción terminará encubriendo a sus amigos”.

 

- ¡Yo tengo a la persona indicada! – exclamó Nilo, cuyo aporte siempre era respetado.

 

- ¿Quién? – respondió el comité al unísono.

 

- Julio Villanueva. Ha trabajado en Caretas, ha corregido en El Comercio. ¡Es un capo! 

 

Luego Nilo bajó al archivo del diario en busca de Luis Poma. Eran tiempos en los que Internet era un fenómeno inconcebible. El archivo se llenaba de periodistas, unos buscaban revisar ediciones anteriores o recortes de coberturas específicas, otros se sentaban a leer revistas. Luis trabajaba allí y estudiaba educación en San Marcos. En la universidad había entablado amistad con Julio Villanueva Chang, un fervoroso lector que de pronto lo empezaba a visitar en el diario; entraba y salía del archivo gracias a la complicidad nacida en las aulas. Julio conoció allí a Nilo. Congeniaron rápidamente debido a su afición a la literatura.

 

"Debajo del logo se colocó

una frase que es sin duda una

declaración de principios:

Una revista para distraídos".

 

Villanueva Chang se presentó al día siguiente en la redacción de La República. Habló con Nilo, quien lo instruyó para que responda afirmativamente ante cualquier pregunta sobre su presunta experiencia en Caretas y El Comercio. Ante la inventiva de Nilo solo le quedó sonreír. Se instaló en un espacio solitario del diario e inició el trabajo encomendado con la precisión de un cirujano y el ojo certero de un francotirador. Una a una fue detectando las erratas y gazapos que invadían los textos. Al subir las escaleras del segundo piso era inevitable contemplar el mural que desbordada de páginas del diario con las correcciones del joven a quienes muchos veían como un intruso en la redacción. La vergüenza de ver expuestos sus errores generó tensión. “Ese huevón no me va a enseñar lo que yo tengo que hacer... Yo redacto mis textos y los entrego, para eso está el corrector… ¿Quién se ha creído ese?”, protestó un periodista veterano.  Villanueva Chang tenía sólo 23 años. 

 

Una tarde soleada de octubre de 1991, él y Carlos Serna, otro corrector, revisaron el listín cinematográfico del día y planearon escaparse de la redacción. Su destino era el desaparecido cine Central, en el Jirón Ica. Los esperaba El Silencio de los Inocentes. Esa noche Villanueva Chang retornó emocionado del cine y empezó a escribir sobre la película. El texto que hizo, a medio camino entre la crítica y la reseña, sería su primer artículo en el diario La República.

 

Así fue como Julio Villanueva Chang se inició en el periodismo.

 

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Después de un año y medio en La República, Villanueva Chang decidió emigrar. Por esos días, compartía sus labores de corrector en el diario con la docencia en el colegio Jean Le Boulch. Salía a las seis de la mañana rumbo al colegio, a media tarde llegaba al diario y recién volvía a casa a las dos de la madrugada, luego del caótico cierre de edición. Cansado de tanto trajín, optó por renunciar. Le ofrecieron promoverlo, de ahora en adelante sería redactor. Entre ser periodista de pirámide invertida y ser maestro de escuela, resolvió elegir el trabajo más creativo: quedarse como profesor. Debutó en la docencia a los 19 años, en el colegio Mercedes Cabello, de Barrios Altos. Dictaba lenguaje, literatura e inglés, además de arte y educación cívica para completar el horario de la tarde. Había estudiado educación en San Marcos, era un paso consecuente en su vida.

 

Si hay una faceta que acompaña al editor y fundador de Etiqueta Negra desde su vida universitaria esa es la docencia. En el año que dictó en el Mercedes Cabello, Villanueva Chang descubriría que el instrumento esencial de un maestro es la voz; representa un recurso clave para la persuasión en el aula. La cadencia y potencia vocal, la pauta teatral y hasta el control adecuado del silencio definen el grado de atención que una audiencia pone en su interlocutor. Allí aprendió a entrenar su voz. Era el atisbo inicial de la voz del futuro editor.   

 

Otra experiencia vital en su faceta de docente fue su paso por la Universidad de Ciencias Aplicadas, la entonces novel UPC. A fines de los noventa había ingresado a la especialidad de Comunicaciones y Periodismo para dictar dos cursos: Taller de Crónicas y Periodismo Literario. Esta última era una asignatura que él había propuesto. Se dictaba en el último año de la carrera y concluía con la escritura de un libro sobre un personaje determinado. La asignatura se hizo rápidamente conocida entre los estudiantes. La contemplaban con tanta expectativa como recelo. Todos querían ser autores, mas temían descubrir su incapacidad para la escritura. 

 

Algunos de los cronistas que lo acompañaron luego en Etiqueta Negra como Daniel Titinger, Sergio Vilela o Juan Manuel Robles, salieron de las aulas de este curso. Vilela escribiría en su libro El cadete Vargas Llosa: “Villanueva Chang es como el maestro de La sociedad de los poetas muertos, sólo que un poco ofuscado a falta de poetas. Es de esos profesores que creen en el potencial de sus alumnos y que están dispuestos a perder su amistad con ellos a costa de rescatar ese supuesto talento, aunque sea a palos”.

 

Ser maestro es un desafío que se asume con uno mismo y con los demás. Julio Villanueva Chang siempre ha estado al frente de alumnos, formando grupos de trabajo, encontrando cómplices; desde sus inicios en un modesto colegio estatal de Lima, hasta el esperado Taller de Crónicas y Perfiles que ahora dicta en ciudades como São Paulo, Bogotá, Santiago, Buenos Aires, Ciudad de México, Barcelona o Quito.

 

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En 1994, Villanueva Chang ingresó a trabajar a El Comercio en un momento especial; el diario empezó a darle más espacio al periodismo narrativo dentro de su oferta de contenidos. Allí se estrenaría como cronista. No estaba solo; otros reporteros también empezaban a buscar historias para contarlas sin la camisa de fuerza  de la redacción informativa. Las historias de Villanueva Chang y sus colegas aparecían distribuidas en una y hasta en dos páginas, con fotos de Daniel Pajuelo, Nancy Chappell, Sergio Urday, Verónica Salem o Mayu Mohana. Años después también llegarían a El Comercio Daniel Titinger, Sergio Vilela, Juan Manuel Robles, Marco Avilés, David Hidalgo, Toño Angulo Daneri y Miguel Ángel Cárdenas; todos escribieron en La Contra, esa última página del diario que cobijó excelentes crónicas y perfiles.    

 

Esta fue quizás la mejor etapa que tuvo el periodismo narrativo en la prensa peruana. Nunca antes había aparecido una generación tan talentosa de cronistas que tuvieran dónde publicar: por un lado estaba La Contra de El Comercio y la revista Somos. Allí escribían Jeremías Gamboa, Luis Miranda, María Luisa del Río y Doris Bayly, pero también Domingo, el suplemento de La República, una publicación de crónicas y reportajes que elevó notablemente las ventas del diario. Hidalgo, Angulo, Cárdenas y Esther Vargas (quien luego sería abducida por el periodismo digital), empezaron en esta cantera. El escenario que describimos, propicio para el periodismo narrativo, cambió paulatinamente a principios de este siglo, cuando ambos diarios decidieron modificar sus prioridades temáticas. Hoy la crónica como género apenas asoma en ambas publicaciones. 

 

 

“Para mí es piloto automático

buscar paradojas,

todo el tiempo estoy viendo 

y buscando contradicciones”.

 

 

A inicios del 2000 nace en Colombia la revista Gatopardo. En la relación de colaboradores Julio Villanueva Chang figuró desde un principio, al lado de Martín Caparrós, Juan Villoro y Jon Lee Anderson, entre otros. Para ese entonces  ya no trabajaba en El Comercio. Había renunciado luego de comprobar que la reportería en profundidad y el proceso de escritura dilatado que demandaba la crónica eran incompatibles con el frenesí del periodismo estándar y sus noticias hipercompactadas. 

 

Perder es ganar, crónica suya en la que narra la pasión por el Barça a pesar de contar con menos victorias que el Real Madrid o Milán, fue una de sus primeras colaboraciones para Gatopardo. Apareció en la edición número catorce de junio del 2001. Poco después recibiría la llamada de Huberth y Gerson Jara para proponerle el proyecto de la revista Leader

 

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Una vez que los Jara aceptaron la contraoferta del entonces cronista y futuro editor de revistas, este echó mano de su red de contactos. Envió correos electrónicos a amigos en el exterior, como Jon Lee Anderson o Juan Bonilla. Convocó a ex compañeros de La Contra, como Angulo, Avilés, y al fotógrafo Sergio Urday. También buscó a ex alumnos de la UPC, como Robles o Vilela. Vanadis Phumpiu se haría cargo de la producción de la revista. La orquesta del Titanic ensayaba sus más insólitos acordes.

 

Muchos de los cómplices que participaron en esta etapa no figuraron en el directorio de la revista pues mantenían contratos de exclusividad con los medios donde trabajaban. Con el tiempo, aquellos cronistas que escribían en El Comercio y en La República abandonarían estos medios para comprometerse con la revista, uno a uno, gradualmente.

 

Uno de los correos que invadía las bandejas de entrada de los cómplices versaba sobre el nombre de la revista. Leader fue descartado y en su lugar apareció Etiqueta Negra. Como diría Jorge Herralde, fundador y director de la legendaria editorial Anagrama, no se trataba de ningún whisky de primera clase. Villanueva Chang contaría más adelante que el nombre lo tomó de una antigua revista de cómics y cultura underground. Debajo del logo se colocó una frase que es sin duda una declaración de principios: Una revista para distraídos. Entendían ‘distracción’ en el sentido que le atribuía Octavio Paz: la atracción por el reverso del mundo, poner el foco en los procesos internos. El descubrir en la soledad aquello que el resto no puede ver, lo que Villanueva Chang llamaría ‘lucidez privada’.

 

El proyecto de revista comenzó a plasmarse con un capital inicial de 2500 dólares. Villanueva Chang utilizó la numerosa red de contactos que había tejido en los últimos años y empezó a planificar los contenidos. Lo secundaban Vanadis Phumpiu, Huberth y Gerson Jara.

 

El número cero de Etiqueta Negra se lanzó en enero del 2002. Era el primer capicúa del milenio. Ese año, Samantha Nherú, numeróloga pitagórica, afirmó en El Tiempo de Bogotá que la energía de los números y su influencia se duplica con los capicúas. ¿Acaso el destino o el accidente permitieron la llegada de Etiqueta Negra?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La revista fue obsequiada al público objetivo previsto: círculos intelectuales, hombres de negocios, líderes de opinión y diplomáticos. Pese a la publicidad que aparecía dentro del contenido, no hubo rédito alguno a su favor. A los Jara les tocó financiar todo el experimento y el esfuerzo valió la pena: Villanueva Chang y su equipo recibieron felicitaciones de la más diversa procedencia. Personajes tan disímiles como César Hildebrandt y Hernando de Soto elogiaron Etiqueta Negra y la consideraron una publicación sin precedentes en el país.

 

Entre los textos que se publicaron en el número cero figuraban Los testigos en Nueva York, de Andy Newman y Carolina Salguero, que había sido rechazado por el New York Times, pero acogido por el buen ojo de Villanueva Chang. Contaba la aventura de un reportero y una fotógrafa freelance por ingresar a la zona cero, el área devastada del 11 de septiembre; también se incluía en ese número Una ejecutiva en la sombra, del enigmático ‘Reportero X’, una entrevista a Inés Temple, gerente de DBM, empresa encargada de conseguir nuevos empleos a ejecutivos de alto nivel devastados por haber sido despedidos.

 

El número cero se volvería un ejemplar de culto. Hallarlo hoy en día en un almacén de revistas puede ser una misión inviable. Muchos de los lectores actuales de Etiqueta Negra desconocen su existencia y quienes sí saben de aquella edición estarían dispuestos a pagar mucho dinero por un ejemplar. Además, sería difícil reconocerla, pues el diseño de su portada –un primer plano de cabeza de la modelo Francesca Rubini con los cabellos alborotados- nos remitiría a la revista Cosmopolitan o a un catálogo de peluquería.    

 

Las dimensiones de la revista no han variado, desde el número cero hasta el ciento veintiuno, Etiqueta Negra no ha cedido ni un milímetro. Quizás algo que cambió entre el cero y el uno y permanecería así en adelante es la tipografía del logo. Su diseño y la diagramación oficiales serían concebidos por Claudia Ferrari, de Axis Consultores de Diseño.

 

La aparición de Etiqueta Negra fue una paradoja. Era inconcebible que en uno de los países con el nivel más bajo de lectura de la región –solo superado por Haití- exista una revista con textos de una longitud colosal. Para el pequeño e incipiente mercado limeño, Etiqueta Negra fue como un meteorito, cayó en medio de la ciudad como una bola de fuego narrativo.

 

El propósito esencial de la revista, según Villanueva Chang, era establecer una nueva interacción con el lector, una forma diferente de leer revistas. Para la producción del contenido del número cero, nunca se hicieron focus group ni estudios de mercado. Todo fue a pulso. Leerla sería un acto de revelación.   

 

Así empezaba la primera generación de la revista, conocida por el equipo como ‘la etapa heroica’. Debían hacerse mil y un sacrificios para terminar la edición y publicación de cada número. No había suficiente presupuesto para pagar sueldos ni colaboraciones y muchos de los autores escribían ad honorem porque creían en la necesidad de sostener un nuevo medio, tenían fe en el proyecto y en su ideal.

 

“Queremos devolverte la aventura de leer. Y este es solo un ensayo general, un número cero al que le sobran páginas y le faltan otras. Si llegas a la última sabrás lo que te espera en el número uno”. El editor fundador y su equipo cumplieron la promesa. Casi cinco meses después, en abril del 2002, el número uno saldría a la venta, con una calidad periodística y narrativa sorprendente. Autores como Martín Caparrós, Jon Lee Anderson, Luis Jochamowitz y Carlos Monsiváis, entre otros, desfilaban entre sus páginas. En el plano estético la revista tampoco admitía comparaciones; la calidad de las fotografías y el diseño eran invaluables. En la ceremonia de presentación, un ejemplar fue exhibido en una caja de madera negra, como una pieza arcana y fantástica, un artefacto de cualidades míticas. La revista asumió su propia leyenda desde un inicio. Su equipo conformaba una pequeña cofradía. 

 

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Llamar de Perú a España implica considerar las seis horas de diferencia entre sus continentes. Son las tres de la mañana y el sueño de Leonardo Faccio es interrumpido por su teléfono que no para de sonar en su departamento de Barcelona. Es argentino, cronista y fotógrafo y cruzó el charco hace una década. Al otro lado del mundo, en la oficina de Etiqueta Negra, en San Isidro, Julio Villanueva Chang espera que Leonardo levante el auricular, son las nueve de la noche en Lima. La llamada es para hablar por última vez de las pautas que debía seguir durante la entrevista a Lionel Messi, el astro argentino del Barça, a quien habían perseguido por nueve meses. Es junio del 2010 y ese texto está pensado para el número 84 de la revista.   

 

-Leo, mañana en la entrevista, no lo mires a los ojos.

 

-¿Por qué?

 

-Porque Messi nunca mira a los ojos. Tiene la mirada enterrada.

 

Después de haber observado muchos videos de la estrella del fútbol, ambos se habían percatado de un extraño ritual: Messi nunca dirige la vista a los ojos. Tiene la mirada perdida. El editor de Etiqueta Negra creía que si Leonardo no lo miraba durante la entrevista podría despertar su interés. Durante los dieciséis minutos que duró el encuentro, Faccio descubrió que la actitud de Messi hacia él fue cambiando. Messi se desconcertó. Había encontrado el detalle preciso y obtenido el efecto esperado.

 

Esta historia empezó en septiembre de 2009, cuando Villanueva Chang le propuso a Leonardo hacer un perfil de la supernova del balompié. La primera reacción del periodista argentino fue confesar que no sabía nada de Messi ni de fútbol. La respuesta de su editor fue: “justamente por eso quiero que tú lo hagas”. Leonardo aceptó el encargo. 

 

El acompañamiento al autor en el proceso de edición fue intenso. Las llamadas entre Lima y Barcelona, constantes, y algunas duraron hasta ocho horas.

 

-Sí, yo sé que estás con sueño pero tenemos que editar el texto.

 

-Pero Julio….    

 

-Leo, alterándote no vamos a conseguir nada. Yo sé que quieres descansar, que mañana tienes cosas que hacer, pero entiende que esto es muy importante, recuerda que es Etiqueta Negra.

 

El perfil fue editado doce veces en un lapso de mes y medio. Tuvo tanto éxito que devino en la publicación del libro Messi. El chico que siempre llegaba tarde (Y hoy es el primero), el 2011, traducido a seis idiomas. El resultado fue un golazo.

 

Si le preguntaran al editor cuál será la versión definitiva del perfil de Messi, probablemente diría “la próxima”. La edición en Etiqueta Negra está marcada por el estilo único de Julio Villanueva Chang, un obsesionado por encontrar y escoger los detalles. Es un trabajo de selección. Para él editar es acompañar. Es abrazar la idea inicial del autor y mejorarla hasta volverla increíble. Es proteger al autor de sí mismo, del mal escritor que todos tenemos dentro. Hacer que ese producto artesanal perdure en el recuerdo. Villanueva Chang cree que todo lo que se publica en revistas o diarios será olvidado. Por eso Etiqueta Negra busca la memoria.

 

“Julio ha conseguido crear un estilo de asombro, cosa muy importante para quien hace una publicación”, explica Juan Manuel Robles. “Busca descubrir algo nuevo o diferente en todo lo que en apariencia ya se ha hecho. Ha desarrollado una manera de mirar”, concluye David Hidalgo.

 

La paradoja es un concepto esencial en el código de la revista. “Para mí es piloto automático buscar paradojas, todo el tiempo estoy viendo y buscando contradicciones”. Juan Villoro afirma que una influencia muy presente en Villanueva Chang es Gabriel García Márquez, “en especial durante su época de cronista en Barranquilla y Cartagena, un extraordinario observador de la realidad y amante de las paradojas”. Al encontrar el lado inverso, aquella contradicción aparente, se descubre más de la realidad, la lectura interna de lo que acontece.  

 

El sistema de acompañamiento al autor de Etiqueta Negra parece heredado del modelo norteamericano que practica, entre otras, The New Yorker. Con la aparición de la revista se inicia una nueva forma de trabajo entre editor y escritor en el Perú. Era una relación desconocida en publicaciones precedentes. Villanueva Chang contempla el periodismo estándar como un fraude intelectual.

 

El comportamiento de un editor como Villanueva Chang podría reflejarse en las palabras de otro editor, el norteamericano Thomas McCormack: “La sensibilidad de un buen editor es tal que se siente atrapado, aburrido, encantado, confundido, incrédulo o satisfecho exactamente en los mismos pasajes en los que lo haría el lector apropiado, y se trata de una cualidad absolutamente esencial; sin ella, el editor con un manuscrito es similar a un burro con una flauta: de seguro el resultado no será bueno, y lo más que puede esperarse es que la flauta no se rompa”. El editor de Etiqueta Negra sufre de una insatisfacción crónica. En su afán por comprender qué está pasando en la mente de alguien extraordinario, confiesa que es capaz de salir en busca de libros que expliquen cómo se efectúa el trayecto de la parábola en una jugada maestra de billar.

 

Muchas grandes historias han salido a la superficie gracias a sus editores. Art Cooper, editor jefe del GQ, le propuso a James Ellroy que escriba sobre la muerte de su madre, lo que devino en Mis rincones oscuros. El editor Walker Percy aceptó sin vacilar el texto de John Kennedy Toole, cuya madre había ofrecido sin éxito a distintas editoriales, tras el suicidio de su hijo: La conjura de los necios. Villanueva Chang pertenece a esta estirpe de editores. Aquellos que fungen de segundo cerebro.

 

Ese es el método de acompañamiento al autor que, a través de él y del equipo que ha formado, se ha establecido en la revista. Etiqueta Negra, más que una sala de redacción, es una escuela de editores que, como afirma Julio Villanueva Chang, sabe que la gente lee porque necesita experiencias, no porque necesite leer.    

 

 

 

 

 

 

 

De izquierda a derecha: Gabriela Wiener, Marco Avilés, Toño Angulo Daneri, Julio Villanueva Chang, Vanadis Phumpiu, David Hildalgo y Daniel Titinger.

Por Diego Olivas
Diego Olivas
Por Kennek Cabello
Kennek Cabello
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